domingo, 23 de julio de 2023

 

VOCES entre VOCES


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LA PRIMERA VÍCTIMA DE LA GUERRA ES SIEMPRE LA VERDAD

Cuatro poemas de Carlota Figuerola

 lunes 17 de julio de 2023

Supongo

Y estaré tan cansada…
supongo,
cuando no vuelva la euforia,
que, en algún momento,
desearé la paz
que negué persistente
durante tanto tiempo.
Desearé, supongo,
el silencio infinito
y sin belleza alguna.
Zambullirme en la noche
más profunda y profana,
sin sueños y sin guerras,
ni retornos que perturben
el sencillo no estar.
Sin promesas
o guías a un inicio improbable,
ni infiernos de dolor.

Y estaré tan cansada
de pérdidas, desamores,
de constantes inconstancias,
de inviernos y primaveras,
de noviembres de fuego,
de colores,
que, supongo,
desearé la oscuridad
que ahora sólo me aterra.

Estaré tan tan cansada
que me encontrará,
por última vez, la noche,
sin escudos
y sin defensa alguna.

El más íntimo momento
me llegará esperándolo,
rendida, resignada,
entregada y sumisa.

Y me izará del sueño,
ya tan cansada… tanto…

 

Las otras víctimas

La luz se eclipsa para los suicidas.
La claridad se borra,
la niebla deja cerrados los reductos.
Las últimas defensas
retroceden, replegadas.
El estilete se clava en el pecho
sin anestesia.
Poco a poco,
se les va desgajando la piel,
rasgada a tiras por el bisturí
infernal.

El llanto se les ahoga a los suicidas.
Y es de ellos la libertad,
pero no de los demás,
de aquellos a quienes prohibieron la paz
de compartir demonios,
de cincelar las sombras.
Los desterrados para siempre
bajo un manto de infamia;
las otras víctimas.
El agua, el fuego, la tierra, el aire,
se cierran para los suicidas.
Un momento incompleto.
Sólo eso…

Incluso la nada
acogedora se les niega
a los que todavía esperan
bajo la luz de un faro
en la noche,
con ojos sobrecogidos y la vida silente.

Como figuras de sal.
Eternamente.

 

Solsticio

Me gustaría recobrar el amor.
Desde este lecho de muerte
izar la piel entre el clamor del verano,
como Lázaro de la piedra.
Me gustaría devolver la sal
a cada uno de los poros de mi vientre,
sentir la luna crecer en cada curva
del cielo, una noche de cada treinta.
Pero la noche ya ni es noche, ni siente temor,
ni habilidad alguna, ninguna chispa
de luz
capaz de encender o atormentar.

Ha circundado el tiempo ya tantas primaveras,
que ha amortiguado los aromas, los deseos
y el lujo de las tormentas por la tarde,
tantos cambios de luces y tinieblas,
que no tiene miedo, el miedo, ni gozo, la alegría.
Pero una lágrima de vez en cuando sorprende
todavía en el ojo
y reclama la vida, que custodia silente
quién sabe qué. Quizás algún milagro
que rescate del lodo
una febril turgencia…

Me gustaría comenzar el amor con una sangre nueva
para regalarle el Sol, para ofrendarle,
con toda esa magia,
con todo ese misterio,
solsticio
al corazón helado.

 

Llueve

Llueve.
Y no me aporta nada, la lluvia,
más que olores intensos
que ya conozco.
Llueve.
Ni siquiera me incomodan
las insolentes salpicaduras
del chubasco,
que no va a menos.
Llueve.
No lo disfruto, ni juego,
y no apresuro el paso
al refugio correcto.
Navego por las gotas
como una rama seca,
cosechando cosas muertas.
Recuerdos:
mil inviernos, diluidas
presencias.
Pero sólo la ausencia
apoyada en mi brazo,
austera, va amigándome.
Entretanto, la lluvia…
Llueve.

Carlota Figuerola 

Escritora y artista plástica española (Ripoll, Girona, 1958). Es pintora y dibujante formada artísticamente en Barcelona. Desde 1979 ha realizado en su país diversas exposiciones individuales y participado en colectivas. Ganadora de numerosos premios en certámenes de pintura. Ha incursionado en la enseñanza de actividades artísticas y es miembro de diferentes colectivos artísticos. Textos suyos han sido publicados en diversos medios. Autora del poemario Rincones invisibles (2022).

https://letralia.com/letras/poesialetralia/2023/07/17/cuatro-poemas-de-carlota-figuerola-3/



TEMAS TERTULIA 28-7-2023

SUPERACIÓN

TRANSICIÓN

MICRORRELATOS, AFORISMOS Y OTRAS COSAS DE LOS PAPALAGUI.



TEXTOS TERTULIA 21-7-2023

ABUELOS

ABSURDO

MICRORRELATOS, AFORISMOS Y OTRAS COSAS DE LOS PAPALAGUI.



ABUELOS

Mi abuelo era un hombre coherente consigo mismo y tolerante con sus semejantes, incluso con quien se empeñara en ser su enemigo, un humanista autodidacta con una profunda fe en la naturaleza humana, convencido de que no existía en el ser humano la maldad, sino tan sólo la enfermedad mental: “La agresividad siempre es síntoma de debilidad, miedo o cobardía", decía. "La única cura para el odio es no seguir alimentándolo con más odio. Poco más que la capacidad de hablar nos diferencia del resto de los animales, si no hacemos uso de esta capacidad nos estaremos condenando a nosotros mismos a la prisión de nuestros fanatismos”.

Era considerado por algunos de sus vecinos un hombre sabio y por otros tan sólo un chiflado con ideas raras, pero todos le respetaban y apreciaban su indiscutible honestidad.
A veces algunas de sus afirmaciones en las tertulias de la taberna del pueblo, dichas, como era su costumbre, firme pero pausadamente, le habían costado algún disgusto, como cuando afirmó delante del cura, que le amenazó con la excomunión, que no negaba que existiera uno u otro dios, pero que personalmente consideraba a su cerebro incapaz de concebir lo infinito simplemente porque era finito. O cuando afirmó que algún día las mujeres tendrían exactamente los mismos derechos que los hombres o que el comunismo tal vez fuera una buena idea pero seguramente fracasaría porque muchos de sus seguidores eran comunistas más por odio a los ricos que por respeto y solidaridad con los pobres. Sus ideas chocaban con las de sus vecinos por no ser radicales o excluyentes en una época en que todo el mundo parecía haberse radicalizado, pero pocas veces dejaban las tertulias malos sentimientos entre quienes participaban en ellas, tal vez porque la absoluta falta de reproches del abuelo hacia el que no pensara como él hacía difícil alimentar rencores mayores que aquellos que se podían disipar con una taza de ribeiro.

Mi abuelo era castañero y heladero, según la temporada del año, en un pequeño pueblo gallego atravesado por un río que, según el dicho popular, cada año se cobraba, irremediablemente, cierto número de víctimas en el altar de sus aguas.

A lo largo del verano de 1936 la macabra sed del río sería sobradamente saciada.
La locura pareció apoderarse de los vecinos y, mientras unos desahogaron su ira contra quienes habían ostentado el poder abusivamente durante siglos manteniéndoles en la miseria, otros cometieron todo tipo de crímenes una vez que el pueblo fue conquistado por las tropas golpistas.

Todos creían tener la razón y la justicia de su lado, pero todos mancharon sus manos, y el mismo nombre de la justicia, de sangre. Si a ninguno se le puede dar la razón en sus crímenes, la razón histórica de quienes respetaron la legalidad vigente en contraposición a quienes la violaron resultaba, no obstante, evidente.
Durante aquella terrible guerra fratricida, la Guerra Civil de España, mi abuelo salvó la vida a varias personas de los dos bandos combatientes, aún a costa de poner, en algunas ocasiones, en peligro la suya y la de su familia. Él veía, y se enorgullecía de ello, personas, no banderas o ideologías, y repetía una y otra vez, que era totalmente apolítico.

Entre esas personas socorridas por él se encontraban un poeta que acabó sus días exiliado en Méjico y el hijo de un rico cacique local al que se quería colgar, a pesar de su corta edad de trece años, junto a su padre, acusado de haber contratado a los matones que habían apaleado, días antes, a dos trabajadores. También un sindicalista asturiano perseguido por un grupo de falangistas y que pretendía llegar a La Coruña para embarcar hacia Argentina, desde donde le enviaría durante años una carta mensual de agradecimiento a mi abuelo, teniéndole siempre al tanto de los pormenores de su familia: “. . .estos niños, señor Francisco", le escribía, "nunca habrían nacido sin su valentía.”

El primer caso de los cuatro en que mi abuelo salvó una vida durante aquellos sangrientos años sucedió una tarde del verano de 1936, cuando una multitud enfurecida intentaba linchar a un militar que se había pronunciado a favor de los sublevados. Mi abuelo le salvó metiéndole dentro de su destartalado carro de helados, teniendo que atravesar después en medio de la multitud que buscaba airada al fugitivo. Uno de los vecinos creyó oír un ruido y le preguntó a mi abuelo qué llevaba en el carro, a lo que éste contestó, con la sangre fría y parsimonia que le caracterizaban, que llevaba unas gallinas que había comprado en el mercadillo esa mañana, al tiempo que salía del interior del carro un cacareo tan natural que hasta mi abuelo dudó por unos segundos si era cierto cuanto acababa de decir, aún sabiendo que no lo era.

Aquel hombre permaneció escondido tres días en el sótano de la casa del abuelo, tres días en los que no salió de su boca ni una vez la palabra “gracias”, pero sí algunos insultos contra sus vecinos: “Esos rojos hijos de . . . “ “Ellos creen tener razón tanto como usted, le respondía mi abuelo, si no nos sentamos los españoles a dialogar y anteponemos la razón a los odios de cada uno esto puede terminar en una guerra abierta”. El otro callaba y miraba con desconfianza a aquel hombre, sin poder comprender por qué le había salvado la vida si no compartía sus ideas. Durante aquellos tres días mi abuela enfermó por la tensión en que vivía la familia ante el paso de cada patrulla, ante cualquier ruido en la calle. El abuelo justificó la actitud del prófugo diciendo que el miedo puede transformar a cualquiera en un ingrato o un cobarde y que no era lícito exigir a los demás que tuvieran el mismo valor o fuerza que uno tiene en algunas situaciones ya que todos somos cobardes ante algunos peligros y valientes ante otros; pero ante los reproches de sus hijas, que no comprendían que diera refugio a un desconocido que podía poner en peligro la vida de todos, trasladó al hombre, dentro del viejo carrito de helados que apenas podía arrastrar por el peso, a su aldea natal, a siete kilómetros, donde le escondió en un pajar abandonado de la familia, yendo cada día a pie, durante más de una semana, a llevarle agua y comida.
Cuando al poco tiempo la zona fue ocupada por el ejército insurrecto, el militar se despidió de mi abuelo diciéndole: "Su servicio a la patria será recompensado económicamente en cuanto me integre en mi unidad . . . "
Mi abuelo le miró a los ojos y le pidió lo mismo que habría de pedirles más adelante a las otras tres personas a las que salvaría la vida:
“Como ha visto somos una familia modesta, pero en mi casa no falta comida. Me gustaría pedirle a cambio de la ayuda que le he prestado su palabra de honor de que hará cuanto esté en sus manos por salvar las vidas que pueda en esta locura de odio que enfrenta a los españoles. Sé que es usted militar y no puedo pedirle que cumpla su promesa en el campo de batalla, pero los dos sabemos que está muriendo más gente por venganzas y ajustes de cuentas que en enfrentamientos armados. Los edificios se pueden reconstruir, la pobreza pasará, pero cada muerto significará un mundo destruido, y nunca sabremos si entre los descendientes de esas víctimas estaba el creador de alguna medicina o vacuna que podía haber salvado millones de vidas. La vida debe ser siempre sagrada. ¿Tengo su palabra de honor?”
“La tiene,” respondió secamente el militar.

Años después, ya finalizada la guerra, aquel hombre llegó a ser un alto cargo del Gobierno Militar de La Coruña. A fin de conmemorar su victoria, los militares golpistas del general Franco celebraban todos los años un grandioso desfile, encabezando uno de los cuales estuvo el citado militar, que se paseaba altivo en un negro y reluciente automóvil.

Al volver la vista hacia el pedestal de la fuente de la plaza, donde mi abuelo llevaba casi medio siglo instalando a diario su carrito, la mirada del militar y de mi abuelo se cruzaron: mi abuelo permaneció inmóvil, con la mirada fija, quizás meditando sobre los avatares del destino, mientras el militar giraba, al verle, la cara hacia otro lado, al tiempo que se obscurecía su semblante, recordando tal vez lo esperpéntico de la escena de su huida o la infamia de su palabra no cumplida, pues en el pueblo se comentó en los días previos al desfile que él personalmente había firmado docenas de sentencias de muerte de civiles, muchos de ellos sin ningún delito, sólo por ser de ideas diferentes a las suyas. El hecho de que se hallara allí, vivo gracias a los ideales filantrópicos de aquel hombre de manos callosas y prematuramente envejecido, no parecía encontrar acomodo en su memoria.

Mi abuelo siguió mirando impasible, pero no pudo evitar que las lágrimas inundaran sus ojos; no le dolía la ingratitud, sino el pensar que salvar una vida había significado, por una cruel paradoja del destino, segar decenas de otras vidas inocentes.

Aunque el abuelo siguió viendo personas y no banderas, aquel día se tambalearon algunas de sus ideas, y nunca más le volvimos a oír decir que fuera apolítico.

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ABUELOS

PALABRAS MÁGICAS

Con las palabras llevamos la paz o la guerra;

tienen la magia de quedarse en el corazón

o de hacerse un lugar permanente en la mente.

Tanto aquellas palabras que hirieron,

como aquellas que fueron dichas con amor

son difíciles de olvidar.

El maestro dice:

Siempre controla todas tus palabras.

Que sean ciertas y que no hieran,

si no es mejor el silencio.

Pero lo mejor de todo

es no dejar que anide ninguna palabra dentro de ti.

Sé libre de las palabras de los demás.


Ahimsa, no lastimar de ninguna manera, es parte de los principios morales a seguir en la vida espiritual. Los Yoga Sutras del sabio indio Patanjali lo explican como el primer Yama o acción: no dañar a nadie ni a uno mismo con el pensamiento, la palabra o la acción.


Alexandra Di Estefano Pironti. 

Un salto al infinito” Ediciones Carena.



ABSURDO


Yo creo que la vida está hecha de absurdos, lo que ocurre es que algunos absurdos son agradables y otros no tanto. Hasta las leyes físicas más básicas, si se piensa en ellas detenidamente, lo son; absurdas, quiero decir. No tiene mucho sentido cansarse para descansar, dormir para despertarse, inhalar para exhalar; es como si todo lo que hacemos, tanto consciente como inconscientemente, fuera tan paradójico que no le quedara más remedio que tener su contrapartida.


En fin, la vida es así y no queda otra; afortunadamente hay cosas, aunque sean ilógicas, en las que no tiene cabida la mano del ser humano, es por eso que continúan siendo.


El caso es que hace unos días tuve que escaparme, literalmente, de una charla/no-charla a la que había asistido porque creí que podría ser interesante, sobre todo conociendo la pasión que tiene por su trabajo la persona que la impartía. La charla, al contrario de lo que hacía Rodríguez de la Fuente, hablar para conseguir que todos nos enamoráramos del reino animal, estaba dirigida a un grupo minoritario y, lejos de lanzar el anzuelo para pescar la atención de los otros asistentes, relataba un rosario de chascarrillos que interesaban a ese pequeño grupo de oyentes, pero, al resto, poco o nada nos importaban.


Quince minutos aguanté, y fueron muchos; salí de allí con el desencanto que los absurdos desagradables dejan en el alma, sin entender absolutamente nada del porqué y para qué se había llamado charla a aquella reunión de amiguetes y, para suavizar el malestar, comencé a caminar, el mar y mis pasos suelen ser mi mejor bálsamo.


Después de una hora de paseo lento -el calor a las ocho de la tarde era sofocante- y algún encuentro agradable -no todo iba a ser malo-, decidí regresar a casa. De pronto, como a dos calles de mí, desde la acera opuesta, vi que una mujer me dedicaba una amplia sonrisa que, por supuesto, correspondí; ambas comenzamos a caminar en diagonal para encontrarnos. Según nos aproximábamos, la sonrisa iba cediendo espacio a la mirada. Ya en el punto de encuentro, mientras tomábamos conciencia de que no nos conocíamos absolutamente de nada, dijimos casi a la vez: «Hola, ¿cómo te va todo? Bien, ¿Y a ti? Bien, gracias. Adiós, me alegro de verte». Y, sin una sola aclaración, seguimos nuestros caminos.


Este absurdo, que me hizo soltar la carcajada cuando estuve a una distancia prudencial de la susodicha (supongo que ella haría lo mismo o similar), compensó con creces el absurdo de la no-charla que una hora antes me había desequilibrado el alma. Y es que, como ya he dicho al principio, la vida es tan, pero tan paradójica e irrazonable que no le queda más remedio que desagraviarnos con contrapartidas.


20/julio/2023 – Vicki Blanco para «VOCESentreVOCES»


ABSURDO

Repasando nuestra historia como especie, absurdo parece ser en muchas ocasiones el adjetivo más apropiado para definir el comportamiento humano.

Absurdo es que una minoría cree guerras y conflictos que les enriquece mientras provocan miles o millones de muertos entre sus semejantes, qu admiten tal locura como un hecho natural.

Absurdo es que mueran más de 20.000 niños al día por vacunas o medicinas que valen un euro o por falta de comida, cuando hace décadas que producimos mucha más que la que necesitamos para toda la población mundial.

Absurdo es que la mayoría de las sociedades humanas se sigan gobernando con un sistema social surgido hace más de dos siglos en la Revolución Francesa cuando más del noventa por ciento de la población era analfabeta.

Absurdo es que países como EEUU tengan leyes que les permite secuestrar y congelar patentes (más de 3000 sólo de energias libres) cuando considera una minoría de ese país que perjudica a sus beneficios empresariales al tiempo que esa actitud provoca la catástrofe ecológica en la que ya estamos claramente inmersos.

Absurdo es que las élites de ese mismo país y otros señalen, aparentemente escandalizados, a ciertos gobiernos tachándolos de dictadores cuando tienen como aliados a genocidas corruptos. La misma actitud e hipocresía se repite al hablar de derechos humanos o crímenes de guerra.

Absurdo es que mantengamos sistemas de enseñanza que nos educan para ser buenos esclavos pero no seres librepensadores con un pensamiento libre y crítico desarrollado. El resultado lógico son sociedades fácilmente manipulables que irán dóciolmente a guerras brutales para enriquecer a un pequeño grupo de sociópatas o psicópatas.

Absurdo es que creamos vivir en sociedades democráticas con derecho a la libertad de expresión cuando la mayoría no tiene ninguna ley que limite la compra y control de los medios de comunicación, provocando así que bancos y grandes corporaciones compren y controlen dichos medios donde el en otro tiempo periodismo libre se ha transformado en la repetición de los mismos mensaje, los que sirven los intereses de dichos bancos y corporaciones. Luego los ciudadanos repiten como loros lo que han oído en dichos medios creyéndose libres e informados y votan en consecuencia, aunque vaya contra sus propios intereses. El esclavo perfecto es que que no es consciente de serlo, así nunca se rebelará o cuestionará a su amo, ni siquiera cuando le envíe a matar o morir en una guerra provocada por él.

Absurdo es que prohibamos a los niños ver películas eróticas mientras les permitimos ver otras sangrientas donde son asesinadas docenas de personas y consideremos esta locura algo lógico y natural.

Absurdo es que el mundo sociopolítico se divida en esas etiquetas que llamamos derechas e izquierdas, ambas mantenidas con fanatismo por sus prosélitos mientras el fin último de la política, la administración de la riqueza pública hace años que se puede hacer mediante una simple aplicación en nuestras terminales digitales. Suiza es, hoy por hoy, el país con mayores salarios del mundo y donde conviven sin conflicto un 40% de población emigrante, al tiempo que lleva más de un siglo sin participar en ninguna guerra. El motivo es simple: aplica en parte la democracia directa mediante referendums como norma de convivencia. Pero hay muchos intereses en que no nos demos cuenta de lo eficiente que es esa forma de democracia...

Absurdo es que nuestro fanatismo e ignorancia nos lleve a condenar o marginar a una persona por su raza, religión o lugar de nacimiento, que no se suele elegir, pero no a quien hace un juicio tan estúpido e irracional, que sí lo elige.

Absurdo es que creamos que los países y las patrias son relaidades inmutables cuando la mayoría no tienen ni dos siglos y todos se crearon sangrientamente para servir a un pequeño grupo enfermo de codicia. Absolutamente absurdo es que lleguemos a matar a otro ser humano con el único argumento de que es de otro país u otra religión.

Absurdo, absurdo . . . podemos llamarlo primitivismo, estado actual de evolución o simple demencia colectiva pero absurdo sigue siendo, sin duda, el adjetivo que, hoy por hoy, mejor nos define.

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MICRORRELATOS, AFORISMOS Y OTRAS COSAS DE LOS PAPALAGUI.

LA INDEFENSIÓN APRENDIDA

En algunas ocasiones asumimos que nada de lo que hagamos podrá cambiar la espiral de mala suerte en la que nos encontramos. Pero esta percepción tiene una explicación psicológica.


Al mal tiempo, buena cara. O no hay mal que cien años dure. El acervo popular es fecundo en sentencias que invitan, a medio camino entre el esfuerzo y el pensamiento mágico, a afrontar los problemas con cierto grado de osadía. Sin embargo, en la vida real los problemas que nos afligen son infinidad y nos afectan de muy diferente manera a cada uno de nosotros. No siempre sabemos resolverlos, ni tampoco sucede que tienen una solución satisfactoria. Es entonces, cuando nos enfrentamos a unos condicionantes que amenazan con superarnos, cuando la experiencia pasada cobra una vital importancia.

La indefensión aprendida es uno de los fenómenos habituales a los que los especialistas en salud mental deben enfrentarse cada día. ¿Qué hacer cuando percibimos que estamos siendo vapuleados por la vida? ¿Cómo zafarnos de la agresión? ¿Es posible superar este estado de parálisis?


La investigación sobre qué es la indefensión aprendida comenzó a principios del siglo XX, cuando Iván Pavlov realizó el experimento que le dio la fama: al hacer coincidir el sonido de una campanilla a la entrega de un plato de comida, un perro (o un ser humano) es capaz de crear una relación entre el alimento y el sonido de la campana. Esta clase de condicionamiento ante un estímulo –considerado como «condicionamiento clásico»– está presente, de manera constante, en nuestras vidas, ya sea que lo suframos como un intento de manipular nuestras decisiones o porque suceda de manera accidental.

En 1967, el psicólogo Martin Seligman, junto con su colega Bruce Overmier, ambos de la Universidad de Pensilvania, decidieron realizar otro experimento que intentase aportar luz sobre la depresión, que Seligman estaba estudiando en aquellos momentos. El norteamericano tenía la sospecha de que una parte de los trastornos depresivos podían estar causados por alguna clase de efecto psicológico producido por la relación entre un condicionamiento clásico y un condicionamiento aversivo.

La indefensión aprendida nos convence de que estamos atrapados en alguna clase de espiral catastrofista de la que difícilmente podremos huir

Para intentar probarlo, ambos experimentadores diferenciaron un cierto número de perros en tres grupos. Los sujetos de uno de ellos recibirían un estímulo negativo (una descarga eléctrica), pero se le dotarían de mecanismos para poderlo eludir. Los de otro grupo recibirían el mismo estímulo que los sujetos del primer grupo, con la diferencia de que hicieran lo que hicieran no podrían escapar a él. Un tercer grupo de canes serviría como grupo de control para el experimento. Una vez fueron sometidos los sujetos de cada grupo a sus respectivas experiencias, los animales tuvieron que realizar una misma prueba que estaba relacionada con una determinada manera de obrar. De lo contrario, recibirían la descarga eléctrica.

El resultado asentó un antes y un después en la comprensión del conocimiento humano y de los grandes mamíferos. Los perros del grupo que pudo encontrar la manera de evitar las descargas eléctricas se esforzaron por resolver exitosamente la prueba. Parecido obraron los sujetos del grupo de control. No sucedió así con quienes habían experimentado que hiciesen lo que hiciesen sufrirían el mismo mal: quedaron detenidos, acurrucados, esperando la descarga eléctrica sin ofrecer la menor resistencia.

A este fenómeno, Seligman y Overmier lo llamaron «indefensión aprendida». Sucede cuando nos enfrentamos a un estímulo (suceso, acontecimiento o circunstancia) que perdure en el tiempo y ante el que hayamos asimilado una situación de absoluta indefensión. Es decir, que nada de cuanto pensemos y hagamos para tratar de paliar las circunstancias que nos son negativas va a ser capaz de cambiar las cosas. Esta actitud explicaba multitud de situaciones en las que existía pruebas fiables de parálisis en la conducta. Por ejemplo, en soldados traumatizados tras la experiencia de la guerra, en personas que han sufrido abusos en la infancia o en situaciones más cotidianas, como ante el fracaso reiterado, frente a un contexto en el que creamos que no existe manera de escapar de él y también cuando se sufre una mala racha y nos convencemos de que estamos atrapados en alguna clase de espiral catastrofista de la que difícilmente podremos huir.

Los efectos de la indefensión aprendida

Al quedarnos «paralizados» frente a una adversidad ante la que creemos que nada podemos hacer, el primer cambio que se produce es el motivacional. No se actúa o se tarda en actuar ante estímulos diferentes al que creemos no poder superar. La percepción de nuestra voluntad, de la capacidad que poseemos para influir en nuestra vida y en nuestro entorno, se disipa o se degrada hasta niveles peligrosos para el propio equilibrio mental del individuo.

Ejercitar la confianza en nuestra capacidad de reflexión es fundamental para sobreponerse a la indefensión aprendida

El segundo efecto sucede a nivel cognitivo: es frecuente observar una dificultad para admitir que posteriores acciones generan efectos diferentes al traumático. La última variación es emocional generando trastornos de ansiedad y depresión. Además, existen efectos bioquímicos inmediatos: incremento del cortisol, alteraciones de otras hormonas y neurotransmisores, propensión a contraer algunos tipos de cáncer, entre otras afecciones.

Los estudios han determinado que para eludir la indefensión aprendida es importante aprender previamente a escapar de ella. Si a un sujeto se le entrena para reforzar la experiencia de que la acción genera casi siempre consecuencias beneficiosas es más difícil caer en este dañino estado psicológico. También es posible corregir la percepción de incapacidad para actuar frente a un problema trabajando la confianza en el intelecto y en el análisis de las relaciones de causa y efecto. No obstante, el origen del estado de indefensión aprendida es múltiple: desde experiencias traumáticas del sujeto hasta situaciones emocionales, trastornos de autopercepción y, por supuesto, cambios bioquímicos que deben ser tratados más allá de metodologías conductuales, es decir, mediante tratamiento farmacológico.

La clave, en cualquier caso, termina sintetizándose en el miedo ante las circunstancias que nos afectan. Y para suavizar sus efectos tenemos una herramienta trascendental: ejercitar la confianza en nuestra capacidad de reflexión.

https://ethic.es/2023/06/la-indefension-aprendida/


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