VOCES entre VOCES
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LA PRIMERA VÍCTIMA DE LA GUERRA ES SIEMPRE LA VERDAD.
6 poemas de Henrik Nordbrandt
Henrik Nordbrandt es un poeta, narrador y ensayista nacido en Copenhague en 1945. Estudió lenguas orientales. Huyendo de la rigidez de la época, pronto abandonó su país y se trasladó al sur de Europa. En 1966 publicó Digte (Poemas), pero su consagración como poeta mayor de las letras danesas llegó con Opbrud og uppbrott (Partidas y llegadas). Ha recibido todos los premios de poesía existentes de su país natal, así como el premio Nórdico de la Academia Sueca, más conocido como «pequeño Nobel», en 1990, o el prestigioso premio del Consejo Nórdico de Literatura en 2000. Presentamos una selección de poemas de Nuestro amor es como Bizancio, publicado por Debolsillo en 2010, con traducción de Francisco J. Uriz.
***
ADONDEQUIERA QUE VAYAMOS
Adondequiera
que vayamos siempre llegamos demasiado tarde
a aquello que una vez
salimos a buscar.
Y en cualquier ciudad en que nos quedamos
están
las casas a las que es demasiado tarde para volver
los jardines en
los que es demasiado tarde para pasar una noche de luna
y las
mujeres a las que es demasiado tarde para amar
lo que nos tortura
con su intangible presencia.
Y
sean cualesquiera las calles que creemos conocer
nos llevan más
allá de los jardines floridos que andamos buscando
y que difunden
por toda la vecindad sus pesadas fragancias.
Y cualesquiera que
sean las casas a las que volvemos
llegamos demasiado tarde por la
noche para ser reconocidos.
Y cualesquiera que sean los ríos en
que nos reflejamos
no nos vemos hasta que les hemos dado la
espalda.
***
KASTELORIZON
Del
mar del verano pasado ahora solo queda
el reflejo de la puesta de
sol,
de reflejo solo los rostros
y de los rostros solo su
espera.
***
LA CASA DE MI ABUELO
La
tormenta hace temblar la casa
pero el viejo número de Populær
Mekanik
de
mi abuelo
está firme en su sitio
polvoriento, friable y
amarillento
y llenas de imágenes
de sensacionales chismes
mecánicas
que ya llevan anticuados 20 años.
-Si yo abriera la
puerta de la casa
saldrían volando en todas las direcciones.
En
cambio pego la oreja a la pared
donde el clavo oxidado del Abuelo
descansa
en la madera que ya era vieja
el día que la compró.
Y
en las pausas de la tormenta
lo oigo conducir por las
carreteras
en un enorme coche americano
cuyo motor va sonando
mejor
cada vez que se le para
lo arregla y lo vuelve a poner en
marcha.
***
Delante
de la casa bombardeada se calientan ahora
junto a una hoguera
hecha de las camas en las que una vez durmieron
y amaron. Los
hijos que allí se concibieron
andan por las calles, con
metralletas en las manos.
***
UN PAR DE MINUTOS DESPUÉS DEL VERANO
A
lo largo del mar el tráfico del verano se ha detenido
como una
sierra oxidada en un tronco podrido.
Los
que estamos entre las sombrillas rayadas
intercambiamos ideas con
ellos. Son de Marte, dicen,
a
diferencia de los jubilados a los que les han dado una tarjeta
para
que anden sobre el agua y continúan haciéndolo hasta que oscurece.
De
vuelta a casa uno se cruza con sus viejos seres queridos
pero tan
brevemente que los faros no se pueden fijar
lo suficiente como para que la impresión llegue a ser sentimental.
***
EN LA PLAZA DE ISRAEL
Ojalá
nunca hubieras venido
así la noche tampoco habría pasado nunca.
Y
ojalá no te hubieras quedado
así la mañana tampoco habría
llegado nunca.
Ojalá
no se hiciese nunca verano
así el verano estaría siempre
acercándose.
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TEMAS TERTULIA 15-3-2024
RELIGIÓN
EL PROGRESO
MICRORRELATOS, AFORISMOS Y OTRAS COSAS DE LOS PAPALAGUI.
“Cuando tus hijos son adolescentes es importante tener un perro para que alguien en la casa esté feliz de verte”. (Nora Efrón)
TEXTOS TERTULIA 8-3-2024
CIEGOS
LA CASA
MICRORRELATOS, AFORISMOS Y OTRAS COSAS DE LOS PAPALAGUI.
SECUNDINO
Secundino jugaba con luciérnagas, a las que llamaba, según el día, sueños o polillas, y su juego parecía resultar indiferente al resto de sus conocidos, tal vez porque, en realidad, no le conocían.
Secundino había recorrido en su juventud los siete mares y en cada puerto había dejado constancia de su presencia, ya que la indiferencia llegó mucho antes que la globalización a todos los rincones del mundo y, además, no entiende de banderas.
Secundino no se amargaba por llegar siempre el segundo, haciendo honor a su nombre, se limitó a crear un sistema numérico donde el 2 fuera el primer número y soportar pacientemente que el resto del mundo no le comprendiera y prefiriera jugar con números negativos.
Secundino, poseedor de cierta sabiduría, sabía que todos buscamos algo, y también que casi nadie sabe lo que busca realmente, pero él había aprendido que la vida es fuerte, y que siempre hay un camino alternativo, un saber construir desde la destrucción, y a veces, la vida te sorprende con una obra hermosa cuando menos lo esperas.
Secundino lo sabía muy bien, y lo recordaba cada vez que el sol le daba en la cara, en los escasos días despejados de aquel duro invierno.
Secundino era ciego.
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CIEGOS
Mentira, como el sabor a plátano del yogur.
Verdad
como tu lengua dormida en mis besos.
Hay noches que duermo de pie,
abrazado a los árboles. Hipnotizado por la luna.
Hay días que
ando haciendo el pino para alimentarme de las hormigas.
Hay
madrugadas que no vomito mi nombre, porque he devorado tu carne.
Hay
tu sonrisa. Esa que me redime de seguir sangrando
y
llama a mi corazón, para que ruede montaña arriba.
Entonces,
no necesitamos tocarnos las llagas para creernos.
Pero
yo maldigo el deseo cuando ya no es bastante,
para
seguir la batalla entre tú y yo.
No,
no compro el miedo de la compasión en las caricias.
No,
que no llegue el tiempo de las telas de araña
en
nuestros labios.
No nos diremos
palabras de amor
como quienes
intercambian presos.
Hoy no canto
canciones tristes como un pájaro malherido.
Hoy
anhelo el momento desnudo, cuando tú y yo sólo somos uno.
Ámame
con las luces apagadas, bajo este eterno eclipse de sol.
Juan Jiménez Caballero
CIEGOS
APARIGRAHA
Lo poseo todo menos a mí misma
y suelo llamar mío a lo que me rodea.
Mi hijo, mi marido, mi casa, mi trabajo.
Pongo un ´mi´ delante de cada cosa.
De momento, me doy cuenta, que son las cosas las que me poseen.
Para que quiero poseer algo, cuando soy incapaz de poseerme a mí misma.
En los Yoga Sutras de Patanjali, Aparigraha significa la virtud de no ser codicioso ni acaparador. Nada es nuestro. Solo es una apariencia el que las cosas o las personas nos pertenecen. Al final, todo lo tenemos que dejar.
Alexandra Di Estefano Pironti.
“Un salto al infinito” Ediciones Carena.
LA CASA
Aquella casa roja . . .
Mucho se había hablado, y durante mucho tiempo, de aquella casa roja en las afueras del pueblo.
Como llegó a saberse años después, el comienzo de tantas leyendas en torno a la casa había tenido su origen en una señora muy amiga de meterse en la vida ajena y de naturaleza algo envidiosa que, enterada de que su vecina y declarada enemiga se había mudado a una casa mejor y puesto a la venta la casa roja, difundió el bulo de que estaba encantada, poseída por espíritus malignos y arrastrando una maldición originada siglos atrás por un crimen cometido en ella.
Pero
con el transcurrir del tiempo, aparentemente al menos, los hechos y
varios testigos parecían ir apuntalando tal infundio, llegando a
redactarse incluso partes policiales al respecto.
Sonidos,
luces, gritos, incluso parecían surgir de la nada en el momento que
cualquier persona traspasaba el umbral de la casa roja, incluso hubo
un joven herido en una ocasión por el desprendimiento de una lámpara
que algunos quisieron interpretar como un caso de poltergeist.
La casa, evidentemente, nunca llegó a venderse o alquilarse . . .
Transcurrieron los años y el pueblo llegó a transformarse en un centro relativamente importante de turismo paranormal hasta que un día, de repente, cesaron todos los fenómenos y, con ellos, tan peculiar turismo. El último fenómeno paranormal del que se tuvo noticia eran unas risas contenidas, más bien risitas, algo poco habitual entre los fenómenos paranormales.
Muchas conversaciones de taberna se dieron en los años siguientes, cada cual parecía tener su propia versión de los hechos, su explicación tanto para los fenómenos como para el fin de los mismos.
Sólo un hombre, el viejo Ariel, no opinaba sobre el tema, limitándose a reír a carcajadas cada vez que alguien empezaba a tratar el asunto, dando la mayoría del pueblo por hecho que el pobre anciano iba perdiendo la cabeza debido a la edad.
La explicación de sus risas eran, sin embargo, muy diferentes . . .
Ariel era hombre madrugador y recorría prácticamente todo el pueblo cada mañana al amanecer, eso, decía él, le abría el apetito y le mantenía sano.
Años antes, cierto amanecer le sorprendió paseando por los alrededores de la casa roja, viendo salir de ella una familia compuesta por una pareja de mediana edad y dos niñas ya en la pubertad. En ese momento fue testigo de una conversación que sería el origen de sus risas de los años venideros:
"Te lo he dicho mil veces: Los fantasmas no se ríen, hacen uuuuuuh, tiran cosas, pero no se ríen . . . Llevábamos viviendo sin tener que pagar alquiler desde que nos desahuciaron y nos dejaron en la calle pero ahora, por tus bromitas tontas, tenemos que buscar otra casa, porque en ésta seguro que ya cualquier día nos descubrirían. Tú y tus jueguecitos . . ."
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MICRORRELATOS, AFORISMOS Y OTRAS COSAS DE LOS PAPALAGUI.
¿LO HACEMOS?
Hace unos días cayó en mis manos una entrevista a Angela Saini, ensayista escritora de «El patriarcado. Los orígenes de la dominación masculina», en la que dice: «Esa imagen prehistórica del hombre de caza y la mujer con los niños nunca existió». Saini mantiene que, aunque imaginamos que el patriarcado comenzó en la familia, la evidencia histórica sugiere que comenzó con el Estado y luego se filtró a la familia afectando, por supuesto, a las relaciones sociales y culturales, ya que es un sistema impuesto de arriba a abajo.
También se basa en la indiscutible realidad de que todo el mundo tiene que trabajar y que no se puede sobrevivir con ese tipo de división del trabajo tan especializada; se remonta en el tiempo para mostrarnos pruebas de que la gente vivía de forma muy igualitaria, es decir que las mujeres y los hombres hacían prácticamente el mismo trabajo, que es lo que cabe esperar, sobre todo en las sociedades de subsistencia (se me viene a la cabeza «La sociedad de la nieve», tan actual por la película de Bayona), ya que en ellas todo el mundo tiene que colaborar, niños incluidos.
La entrevista me llegó precisamente cuando estaba llevando a cabo la corrección de un libro escrito por un amigo, una guía histórica, y embebida en ese período de seiscientos años denominado la Era Axial durante el que se consolidó lo que se conoce como «cultura de las ciudades». Y aquí viene lo grande. Cito textualmente: «...dicha consolidación produjo el desvanecimiento de la sociedad matrifocal y dio paso a una sociedad patriarcal que borró todo rastro de lo que Johann Jacob Bachofen llamó Mutterrecht, literalmente, derecho materno».
Los primeros Estados estaban muy preocupados por la población, por lo tanto, debían interesarse por la familia, es decir, por la reproducción y la defensa. Esas preocupaciones se convirtieron en los ejes del Estado patriarcal moderno, alentando a las mujeres a tener tantos hijos como fuera posible. Pero no les exigía menos esfuerzo a los hombres que tenían que estar disponibles para luchar y defender al Estado y dar su vida si era necesario.
Así que el patriarcado exige mucho tanto de hombres y mujeres. Y eso es tan cierto hoy como lo fue hace casi dos mil años.
La sociedad patrilineal condujo inexorablemente al patriarcado y, aunque se tiene la sensación de que la igualdad de género es solo para las mujeres, la realidad es que la igualdad es para todos; podríamos hacer un mejor trabajo vendiéndolo y presentándolo de una manera convincente para ambos sexos. Quizá sea el momento de dejar de peritar los hechos y ponernos manos a la obra para luchar en común por la igualdad, algo que supondría cuestionarlo todo.
¿Lo hacemos?
Victoria Blanco
Águilas, 04/abril/2024
"Las
mujeres que buscan ser iguales a los hombres carecen de
ambición"
(Timothy Leary).
EMBARRARTE
8 de marzo: Día Internacional de la mitad de la Humanidad
Ahí están, todas embarradas y asustadas: Interminables hileras de mujeres, casi siempre heridas por hombres, que hieren o desean herir, para consolarse en su desgracia, pero hieren a a hombres que casi nunca son quienes las han herido.
Ahí están, todos embarrados y alienados: Interminables hileras de hombres, casi siempre heridos por mujeres, y que hieren o desean herir, para consolarse en su desgracia, pero hieren a mujeres que casi nunca son quienes les han herido.
Tantas mujeres, tantos hombres, todos embarrados, enlodados en sus miedos, hundidos en sus prejuicios y cautivos de sus certezas, olvidando que son, ante todo, seres humanos, y que comparten mucho más que cuanto les diferencia.
Tantas mujeres, tantos hombres, tantos seres sufrientes, y todos convencidos de que son otras mujeres y otros hombres quienes han sido heridos, y otras mujeres y otros hombres quienes hieren.
Todos creyendo cuanto necesitan creer con tal de evitar mirarse en el doloroso espejo que les puede hacer crecer, pero a cambio de pagar el duro precio de ver reflejadas en él sus heridas, sus angustias y sus miedos.
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CUANDO
DIOS ERA MUJER…
Cuando
dios, cualquiera de ellos, era mujer, el mundo era cálido y
acogedor, las guerras se resolvían evitándolas y los conflictos
casi nunca llegaban a guerras. Pero el mundo, que permaneció así
durante milenios, no parecía, según decían los hombres,
evolucionar, prisionero de la naturaleza, al tiempo que cautivo de
una armonía incómoda para quienes no sabían reconocerla y crecer
bajo ella.
Mientras dios era mujer, el hombre se sintió
esclavo de su frustración por no poder ser semillero de vida y sus
miedos apenas le permitieron ver su papel de indispensable
semilla.
Y dios se hizo hombre, pero no bajó a la tierra,
pues ya la habitaba.
Cuando dios se hizo hombre, como todo
esclavo, guardaba el rencor de siglos, y como todo esclavo que rompe
sus cadenas, volcó sobre su amo todo su odio y desprecio: hizo de la
mujer un objeto, evitando la responsabilidad de mirarla como a un
igual, transformó sus miedos imaginarios en cadenas reales, que la
mujer habría de arrastrar sin derecho a réplica y, en ocasiones,
sin derecho a súplica siquiera.
Cuando dios se hizo hombre,
pareció que el ser humano evolucionaba: nacieron los estados, las
ciudades y el comercio y con ellos las guerras, el orgullo sin
dignidad y una demencial idea de honor que se lavaba con sangre. A
tal extremo llegó la locura cuando dios se hizo hombre, que muchas
mujeres se hicieron cómplices de ella, enseñando desde la cuna a
sus hijos a perpetuar su arrogancia y sus miedos y a sus hijas a
doblegarse ante el macho miedoso.
Y el mundo enfermó . .
.
Un día, alguien pensó que tal vez dios, cualquiera de
ellos, no debía ser hombre ni mujer o que, mejor aún, podía ser
ambos sin que hubiera en ello contradicción alguna.
No hace
mucho, al principio de los tiempos del final de la esclavitud de la
mujer, algunas dijeron ¡basta!, otras muchas les siguieron y hasta
algunos hombres comprendieron el mensaje. Se empezó a oír y sentir
la palabra igualdad.
De entre esas mujeres, algunas hicieron
uso de la grandeza de su naturaleza femenina e invitaron a todos a
vivir esa armoniosa equidad, a creer y crear un nuevo dios que no
fuera hombre o mujer, sino simplemente humano. Otras, heridas por los
golpes recibidos, transformaron en odio su dolor, como antes hiciera
el hombre, y reclamaron el derecho a la venganza, cayendo en el mismo
error, repitiendo las mismas injusticias que habían padecido.
Pasó
el tiempo, y mientras en algunas partes los más elementales derechos
eran reivindicados con más de un siglo de retraso, en otros, los
bien alimentados pero emocionalmente famélicos jóvenes
primermundistas, olvidaban el esfuerzo de sus abuelas y renunciaban a
buena parte de lo justamente conquistado.
Nadie parece
encontrar su lugar en el mundo: ni las chicas, aceptando un
neomachismo simplón, ignorante y peligroso, ni los chicos, tan
desorientados como cobardes ante la nueva situación.
El
camino en pos de una legítima igualdad que nunca debió ser
cuestionada va dejando una senda de sangre y dolor, en la que sólo
puede consolar a quienes ven caer a sus seres queridos el saber que
su muerte no lo fue en una estéril guerra de codicia tan sólo, sino
que ha contribuido, con una heroicidad que a nadie podemos pedir ni
desear, a dar un paso más en pro de un futuro mejor.
El
tiempo, eterno maestro que cura heridas tanto como deja cicatrices,
conseguirá algún día equilibrar al fin la extraña dicotomía de
nuestra especie, que parece ser capaz de estudiar, cuestionar y
aprender todo, menos su propia y contradictoria naturaleza
interior.
Nacerá así el último dios, el que no se planteará
siquiera si es hombre o mujer, el primer dios que sea, ante todo,
humano. Un último dios que será el primero que sepa realmente amar,
ese bajo cuya luz esperemos que vivan algún día nuestros
descendientes.
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