miércoles, 21 de diciembre de 2011

CUENTO DE NAVIDAD

En muchos frentes de guerra se ha llegado y se llega, por estas fechas, a treguas navideñas, habiéndose dado varios casos de confraternización de las tropas con el enemigo, llegando a cantar juntos canciones propias de la época y deseándose mutuamente unas muy felices Fiestas.
Fueron hermosos cuentos de Navidad, de los que tuvimos las versiones más conocidas durante la Primera Guerra Mundial, cuando quienes se aniquilaban mutuamente compartían credo religioso, cultura y costumbres. Eran conmovedoras historias que sólo tenían un defecto: eran historias . . . Al día siguiente, o a las pocas horas, se reanudaban los bombardeos y las matanzas, degollándose mutuamente o reventándose con metralla quienes horas antes se deseaban paz y fraternidad.

Nunca se supo mostrar y resumir en tan poco tiempo, horas a veces, de una forma tan explícita y evidente, la contradictoria naturaleza humana.

Nekovidal – nekovidal@arteslibres.net

CUANDO DIOS ERA MUJER…

Cuando dios, cualquiera de ellos, era mujer, el mundo era cálido y acogedor, las guerras se resolvían evitándolas y los conflictos casi nunca llegaban a guerras. Pero el mundo, que permaneció así durante milenios, no parecía, según decían los hombres, evolucionar, prisionero de la naturaleza, al tiempo que cautivo de una armonía incómoda para quienes no sabían reconocerla y crecer bajo ella.

Mientras dios era mujer, el hombre se sintió esclavo de su frustración por no poder ser semillero de vida y sus miedos apenas le permitieron ver su papel de indispensable semilla.

Y dios se hizo hombre, pero no bajó a la tierra, pues ya la habitaba.

Cuando dios se hizo hombre, como todo esclavo, guardaba el rencor de siglos, y como todo esclavo que rompe sus cadenas, volcó sobre su amo todo su odio y desprecio: hizo de la mujer un objeto, evitando la responsabilidad de mirarla como a un igual, transformó sus miedos imaginarios en cadenas reales, que la mujer habría de arrastrar sin derecho a réplica y, en ocasiones, sin derecho a súplica siquiera.

Cuando dios se hizo hombre, pareció que el ser humano evolucionaba: nacieron los estados, las ciudades y el comercio y con ellos las guerras, el orgullo sin dignidad y una demencial idea de honor que se lavaba con sangre. A tal extremo llegó la locura cuando dios se hizo hombre, que muchas mujeres se hicieron cómplices de ella, enseñando desde la cuna a sus hijos a perpetuar su arrogancia y sus miedos y a sus hijas a doblegarse ante el macho miedoso.

Y el mundo enfermó . . .

Un día, alguien pensó que tal vez dios, cualquiera de ellos, no debía ser hombre ni mujer o que, mejor aún, podía ser ambos sin que hubiera en ello contradicción alguna.

No hace mucho, al principio de los tiempos del final de la esclavitud de la mujer, algunas dijeron ¡basta!, otras muchas les siguieron y hasta algunos hombres comprendieron el mensaje. Se empezó a oír y sentir la palabra igualdad.

De entre esas mujeres, algunas hicieron uso de la grandeza de su naturaleza femenina e invitaron a todos a vivir esa armoniosa equidad, a creer y crear un nuevo dios que no fuera hombre o mujer, sino simplemente humano. Otras, heridas por los golpes recibidos, transformaron en odio su dolor, como antes hiciera el hombre, y reclamaron el derecho a la venganza, cayendo en el mismo error, repitiendo las mismas injusticias que habían padecido.

Pasó el tiempo, y mientras en algunas partes los más elementales derechos eran reivindicados con más de un siglo de retraso, en otros, los bien alimentados pero emocionalmente famélicos jóvenes primermundistas, olvidaban el esfuerzo de sus abuelas y renunciaban a buena parte de lo justamente conquistado.

Nadie parece encontrar su lugar en el mundo: ni las chicas, aceptando un neomachismo simplón, ignorante y peligroso, ni los chicos, tan desorientados como cobardes ante la nueva situación.

El camino en pos de una legítima igualdad que nunca debió ser cuestionada va dejando una senda de sangre y dolor, en la que sólo puede consolar a quienes ven caer a sus seres queridos el saber que su muerte no lo fue en una estéril guerra de codicia tan sólo, sino que ha contribuido, con una heroicidad que a nadie podemos pedir ni desear, a dar un paso más en pro de un futuro mejor.

El tiempo, eterno maestro que cura heridas tanto como deja cicatrices, conseguirá algún día equilibrar al fin la extraña dicotomía de nuestra especie, que parece ser capaz de estudiar, cuestionar y aprender todo, menos su propia y contradictoria naturaleza interior.

Nacerá así el último dios, el que no se planteará siquiera si es hombre o mujer, el primer dios que sea, ante todo, humano. Un último dios que será el primero que sepa realmente amar, ese bajo cuya luz esperemos que vivan algún día nuestros descendientes.

nekovidal@arteslibres.net