domingo, 12 de septiembre de 2021

 

VOCES entre VOCES

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TEMAS TERTULIA 17-9-2021

¿EN QUÉ CONSISTE VIVIR?

PODEMOS

MICRORRELATOS, AFORISMOS Y OTRAS COSAS.PAPALAGUI


"Es una locura amar, a menos que se ame con locura". 

(Proverbio latino)

LA CIFRA

Entre millares de grillos que gritan al unísono
hay uno que te canta
entre las nubes de libélulas
batiendo sus élitros zumbantes
hay una que algo te susurra
entre el revuelo de la mariposas
hay una que tremola en tu busca
en sus alas se cifra tu signo
también están tu cuervo, tu rata, tu murciélago
te rondan
te están destinados
y no los distingues.

    Saúl Yurkievich

FUENTE: POEMAS DEL ALMA

"Los ideales que iluminan mi camino y una y otra vez me han dado coraje para enfrentar la vida con alegría han sido: la amabilidad, la belleza y la verdad."

(Albert Einstein)


PASEO POR EL AMOR Y LA MUERTE -  Collage - Nekovidal

TEXTOS TERTULIA 10-9-2021

FEMINISMO

RESPUESTAS

MICRORRELATOS, AFORISMOS Y OTRAS COSAS.PAPALAGUI


FEMINISMO

Pocas cosas hacen más daño al movimiento feminista y sus justas reivindicaciones que la mala interpretación que algunas mujeres hacen de la igualdad de derechos: Creen que ser feminista significa cometer los mismos errores y estupideces que los hombres.

Nekovidal - nekovidal@gmail.com

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FEMINISMO

La sombra del monstruo.

Adolfo parecía respetar y admirar a las mujeres, sobre todo a su madre, la misma a la que debía su meteórica carrera de pianista, de niño prodigio a intérprete prodigioso. Educado, parecía tener siempre a mano la palabra o el gesto apropiado para cada ocasión. En realidad, Adolfo tenía auténtico pánico a las mujeres, su autoritaria madre grabó a fuego en su mente infantil una imagen de mujer autoritaria, todopoderosa y cruel que nunca conseguiría borrar en toda su existencia. Adolfo era, simplemente, una víctima más que se iría transformando poco a poco en verdugo.

Con los años se dedicó, entre otras actividades docentes, a dar clases particulares de piano a la que acudían chicas y mujeres de diferentes edades. Pronto mostró su preferencia por las más jóvenes, eran dóciles, inseguras, manipulables, de alguna forma ignorantes del campo en que se encontraban y esa ingenuidad le excitaba sobremanera. Algunas llegaban a formar parte de su séquito, generalmente esperaba a que fueran mayores de edad para dar el paso. Las niñas, chicas, mujeres, generalmente callaban, algunas por ingenuidad, otras por vergüenza, otras por miedo. Adolfo parecía haber encontrado un lugar perfecto en el mundo para su monstruo, ése que había creado su madre como alquien lo había creado a su vez dentro de ella, un monstruo tan antiguo como la humanidad.

Lola disfrutaba tocando el piano desde muy pequeña, desde que oyó por primera ese instrumento, y sus padres la enviaron varios años a dar clases particulares con el mejor profesor de la ciudad, Adolfo.

El profesor incluía en sus clases todo tipo de toques y manoseos más o menos disimulados pero esta vez se había equivocado de presa: Lola no quería ser Lolita y la niña, ya adolescente en realidad, en un ataque de valentía se atrevió a decirle, tras una explicación sobre la forma de interpretar determinados acordes que, sin manos, también lo comprendía. Él, lógicamente, se hizo el indignado, dijo al resto de alumnas que salieran de la sala y le dió un discurso lo suficientemente intimidatorio como para poder seguir manteniendo su harén de dóciles e indefensas mujercitas fuera de peligro, un harén con el único tipo de mujeres a las que no temía, las que podía controlar y dominar.

Los padres de Lola nunca llegaron a saber la verdadera razón de la repentina pérdida de interés de la niña por el piano que hasta entonces había adorado, abandonó los estudios.

El tiempo pasó, pulió todas las aristas de la memoria y transformó en polvo lo que de la tierra había venido: Adolfo, tras años ejerciendo de víctima-verdugo, de miserable pederasta manipulador, pasó a otra vida donde, previsiblemente, hará menos daño a sus semejantes.

Lola ya es una mujer madura que parece haber completado casi todos los senderos que se recorren en una vida, hoy por hoy, normal: noviazgo, matrimonio, hijos, carrera laboral, divorcio, etc.

Lola se considera feminista y dice no odiar a los hombres ni al mundo masculino en general. Una vez divorciada y ya con sus hijos mayores, recurre a distintas páginas y aplicaciones de internet en las que conoce a hombres con los que mantiene relaciones aparentemente tan normales como ocasionales. Esos hombres han de tener todos unas características muy definidas: tranquilos, inferiores intelectualmente a ella, mediocres, manipulables, dóciles, obedientes, y que nunca se atrevan a cuestionar su autoridad, aparentemente dialogante, o sus ideas.

Si ocasionalmente el amor, ése mágico truco de la vida para que la vida siga, llamaba a su puerta, lejos de abrir, intentaba destruirlo lo antes posible por todos los medios a su alcance, le daba miedo, mucho miedo, y negarlo era su forma de defenderse, nunca era difícil encontrar una disculpa a mano, el ser humano es muy hábil en eso.

Lola era una mujer inteligente y sabía manejar las situaciones para provocar siempre, a medio o largo plazo, el mayor daño posible en los hombres, su herida de la adolescencia estaba tan abierta como el primer día. Sabía qué hacer y decir en cada caso para frustrarles, sabía ver todos los defectos reales e imaginarios en cada uno de ellos y como hacer para, tras utilizarlos hasta el límite de los sentimientos, apartarse a tiempo para hacerles caer y, si era posible, que sufrieran. Sus ansias de vengarse de aquel cerdo la acompañarían toda su vida, disfrazada su enorme agresividad pasiva de mil formas sutiles, sin un grito, casi sin emoción, pero acertando en el punto en que se le puede hacer daño a cualquier hombre . . . o intentando acertar, al menos.

Nunca llegó a sospechar siquiera que buscaba el mismo tipo de víctimas que aquel siniestro profesor de piano encontró en ella, con las mismas características, la misma actitud que ella busca y encuentra en sus dóciles amantes.

Sabía como hacer daño a cualquier hombre y lo hacía con maestría dentro de sus posibilidades.

Utilizaba la agresividad pasiva con tal arte que no sólo engañaba al resto del mundo, también se engañaba perfectamente a si misma, no planteándose la menor duda. Lástima de aquella bofetada nunca dada a aquel profesor...


Cada día los monstruos buscan víctimas que transforman en monstruos en una cadena trágica de cientos de generaciones que perpetúan el dolor y el miedo en la humanidad.

Lola, como la mayoría de las personas, creía conocerse y nunca llegó a sospechar siquiera que ella misma había acogido y alimentado durante años al monstruo que una vez devoró parte de su felicidad y torció su destino para siempre.

Con heridas diferentes, Lola somos todos.

Nekovidal - nekovidal@gmail.com

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RESPUESTAS

Recuerdo que hace algunos años, ante la falta de respuesta de alguien que se había comprometido a hacerlo, escribí una escueta nota en la que, más o menos, venía a decir algo así como: no te molestes en responder, primero, porque lo que tenía valor ya lo ha perdido y, segundo, porque la falta de respuesta es una respuesta en sí misma. No dije -¿para qué iba a hacerlo?- que la falta de respuesta lleva implícita una falta de delicadeza.


Sé que no le puedo pedir ternura al mundo entero, eso se tiene o no se tiene, como el aura; ni le puedo exigir empatía a quien tal vez ni siquiera sepa qué significa esa palabra; menos oportuno aún sería mendigar cariño porque los sentimientos no se fabrican; pero cuando pregunto, por ejemplo, «¿qué tal estás?» y tras el «bien» no llega un «gracias, ¿y qué tal tú?», el extraño vacío que se crea es una declaración irrefutable de analfabetismo emocional.


Independientemente de que esos silencios ofensivos que invisibilizan al otro me hagan sentir incómoda un par de días, si vienen de alguien que me importa, o un par de minutos, si proceden de alguien que me da igual, al retomar mi equilibrio, quienes actúan así -tengan o no motivos para ello- me parecen sencillamente zafios y maleducados.


Es entonces cuando me alegro de encontrar una razón para batirme en retirada de una guerra que no es la mía; cuando a través del silencio me doy cuenta del ruido que había a mi alrededor; cuando confirmo que no me he confundido al no doblegarme a las condiciones de una compañía; y es entonces, en fin, cuando vuelvo a custodiar mis perlas para que no se mezclen con el pienso.

09/septiembre/2021 – Vicki Blanco para «VOCESentreVOCES»


FEMINISMO

Cuando Dios era mujer…

Cuando dios, cualquiera de ellos, era mujer, el mundo era cálido y acogedor, las guerras se resolvían evitándolas y los conflictos casi nunca llegaban a guerras. Pero el mundo, que permaneció así durante milenios, no parecía, según decían los hombres, evolucionar, prisionero de la naturaleza, al tiempo que cautivo de una armonía incómoda para quienes no sabían reconocerla y crecer bajo ella.

Mientras dios era mujer, el hombre se sintió esclavo de su frustración por no poder ser semillero de vida y sus miedos apenas le permitieron ver su papel de indispensable semilla.

Y dios se hizo hombre, pero no bajó a la tierra, pues ya la habitaba.

Cuando dios se hizo hombre, como todo esclavo, guardaba el rencor de siglos, y como todo esclavo que rompe sus cadenas, volcó sobre su amo todo su odio y desprecio: hizo de la mujer un objeto, evitando la responsabilidad de mirarla como a un igual, transformó sus miedos imaginarios en cadenas reales, que la mujer habría de arrastrar sin derecho a réplica y, en ocasiones, sin derecho a súplica siquiera.

Cuando dios se hizo hombre, pareció que el ser humano evolucionaba: nacieron los estados, las ciudades y el comercio y con ellos las guerras, el orgullo sin dignidad y una demencial idea de honor que se lavaba con sangre. A tal extremo llegó la locura cuando dios se hizo hombre, que muchas mujeres se hicieron cómplices de ella, enseñando desde la cuna a sus hijos a perpetuar su arrogancia y sus miedos y a sus hijas a doblegarse ante el macho miedoso.

Y el mundo enfermó . . .

Un día, alguien pensó que tal vez dios, cualquiera de ellos, no debía ser hombre ni mujer o que, mejor aún, podía ser ambos sin que hubiera en ello contradicción alguna.

No hace mucho, al principio de los tiempos del final de la esclavitud de la mujer, algunas dijeron ¡basta!, otras muchas les siguieron y hasta algunos hombres comprendieron el mensaje. Se empezó a oír y sentir la palabra igualdad.

De entre esas mujeres, algunas hicieron uso de la grandeza de su naturaleza femenina e invitaron a todos a vivir esa armoniosa equidad, a creer y crear un nuevo dios que no fuera hombre o mujer, sino simplemente humano. Otras, heridas por los golpes recibidos, transformaron en odio su dolor, como antes hiciera el hombre, y reclamaron el derecho a la venganza, cayendo en el mismo error, repitiendo las mismas injusticias que habían padecido.

Pasó el tiempo, y mientras en algunas partes los más elementales derechos eran reivindicados con más de un siglo de retraso, en otros, los bien alimentados pero emocionalmente famélicos jóvenes primermundistas, olvidaban el esfuerzo de sus abuelas y renunciaban a buena parte de lo justamente conquistado.

Nadie parece encontrar su lugar en el mundo: ni las chicas, aceptando un neomachismo simplón, ignorante y peligroso, ni los chicos, tan desorientados como cobardes ante la nueva situación.

El camino en pos de una legítima igualdad que nunca debió ser cuestionada va dejando una senda de sangre y dolor en la que sólo puede consolar a quienes ven caer a sus seres queridos el saber que su muerte no lo fue en una estéril guerra de codicia tan sólo, sino que ha contribuido, con una heroicidad que a nadie podemos pedir ni desear, a dar un paso más en pro de un futuro mejor.

El tiempo, eterno maestro que cura heridas tanto como deja cicatrices, conseguirá algún día equilibrar al fin la extraña dicotomía de nuestra especie, que parece ser capaz de estudiar, cuestionar y aprender todo, menos su propia y contradictoria naturaleza interior.

Nacerá así el último dios, el que no se planteará siquiera si es hombre o mujer, el primer dios que sea, ante todo, humano. Un último dios que será el primero que sepa realmente amar, ese bajo cuya luz esperemos que vivan algún día nuestros descendientes.

Nekovidal - nekovidal@gmail.com

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MICRORRELATOS, AFORISMOS Y OTRAS COSAS.

*LOS VERDADEROS HÉROES DE LA HISTORIA HUMANA:

https://auroraprize.com/es/tetsu-nakamura-%25E2%2580%2593-modern-day-hero



*¿DEMOCRACIA? Jorge Barreiro


Hace unos 65 años se empezó a medir en EEUU cuánto saben los votantes sobre cuestiones políticas. Los resultados fueron deprimentes entonces y son deprimentes ahora. “Desde que lo hemos estado midiendo, el votante medio ha estado mal informado o ha ignorado la información política básica; su comprensión de los conocimientos más avanzados de las ciencias sociales es aún menor. Su ignorancia y desinformación hacen que apoye medidas políticas y candidatos que no apoyaría si estuviera mejor informado”. Me temo que si dispusiéramos de estudios locales, las conclusiones no diferirían demasiado.


Según Brennan, los ciudadanos se dividen en:

- “hobbits”, en su mayoría apáticos e ignorantes, sin una opinión sólida y firme sobre la mayoría de los temas políticos. Tienen pocos conocimientos, si es que tienen alguno, de ciencias sociales; la mayoría de los abstencionistas son hobbits.

- “hooligans”, hinchas fanáticos de la política. Tienen una visión del mundo sólida y muy establecida. Pueden argumentar sus creencias, pero no pueden explicar los puntos de vista que rechazan. Consumen información política, aunque de forma enteramente sesgada. Ignoran, evitan y rechazan cualquier evidencia que contradiga o desmienta sus opiniones. 

- “vulcanianos”, que piensan en la política de una manera científica y racional. Sus opiniones están sólidamente fundamentadas en la ciencia social y la filosofía. Son conscientes de sí mismos y están seguros de algo sólo en la medida en que las evidencias lo permiten. Son una minoría poco relevante. La gran mayoría de ciudadanos son hobbits o hoolingans.


Menos del 30 por ciento de los estadounidenses puede citar dos o más derechos incluidos en la Primera Enmienda de la Carta de Derechos. Normalmente los votantes carecen de todo conocimiento político. Ignoran quién estaba en el poder en el período electoral precedente. Con frecuencia ni siquiera saben si las cosas en el terreno que sea mejoraron o empeoraron entre una elección y otra. Desconocen los principios más básicos de la ciencia económica, la mayoría no sabe cuáles son los tres poderes del Estado, ignora o subestima las prerrogativas del presidente y del Legislativo para decidir el presupuesto federal, el papel de la Reserva Federal en cuestiones monetarias, y el de los gobiernos estatales y locales en materia de educación pública. Los ciudadanos no saben quién controla qué, y por lo tanto con frecuencia votan en base a criterios políticos irrelevantes o caprichosos.


No se les pide que sean capaces de explicar su ideología —si es que tienen una— o que la defiendan de las objeciones. “Simplemente se les dice a los votantes: ‘Si eres de izquierdas, vota al partido de izquierdas. Si eres de derechas, vota por el partido de derechas. Eso es todo lo que te pido’. Pero parece que el 25% inferior de los votantes no puede ni siquiera seguir ese consejo. Como he señalado en el capítulo 2, ese 25% inferior no es sólo ignorante. Sabe menos que nada. Y puesto que los votantes tienden a saber más que los no votantes, tenemos razones para sospechar que el 25% inferior de los abstencionistas actuales es incluso peor”.


Así se comportan los hobbits. Las cosas no mejoran con los hooligans, pues tienen el típico comportamiento tribal, dice JB. Tampoco sus decisiones son de mejor calidad. “Consideremos cómo las creencias sobre ciertos asuntos políticos van unidas aunque estos asuntos no tengan nada que ver unos con otros. El control de armas, el calentamiento global, el aborto, el terrorismo, el salario mínimo, el matrimonio homosexual o la quema de la bandera. Si conozco tu postura en uno de estos temas, puedo predecir con un alto grado de fiabilidad cuál es tu postura en todos los demás, lo que es bastante extraño, ya que los temas no tienen una relación lógica entre sí”. Pero increíblemente “un partido político y sus adeptos han escogido un grupo de creencias sobre estos asuntos, mientras que el otro partido político y sus adeptos han elegido las creencias opuestas”.


Brennan cree que la mayoría de los votantes no son estúpidos, simplemente no están interesados en política. Un desinterés que puede explicarse en términos económicos: adquirir conocimiento tiene un coste. Se necesitan tiempo y esfuerzo, un tiempo y un esfuerzo que podrían dedicarse a alcanzar otras metas personales. “Cuando los costes previstos de adquirir un conocimiento de determinado tipo exceden los beneficios esperados por poseer ese tipo de información, normalmente la gente no se molestará en adquirir el conocimiento. Los economistas llaman a este fenómeno ‘ignorancia racional’”.


La pregunta que se hace Brennan y que recorre todo el libro es por qué tenemos que aceptar resignadamente que ciudadanos tan incompetentes (o desinteresados en política) decidan sobre esa misma política y a la postre sobre nuestras vidas. Los defensores de la democracia representativa retrucarán que los votantes no deciden, sino que apenas eligen a los que tomarán las decisiones, de modo que los peligros de la irracionalidad, la ignorancia y el desinterés del votante medio están controlados. Pero eso es bastante discutible, porque al elegir a quienes tomarán las decisiones están decidiendo. De modo que el problema que plantea el autor se aplaza pero no desaparece: ¿por qué un votante incompetente en casi todo sería competente para elegir a los que tomarán las (¿buenas?) decisiones? Para saber a quién votar, se necesita saber algo más que conocer a los candidatos que se presentan, lo que han hecho esos candidatos en el pasado o lo que piensan hacer en el futuro. “Un votante bien informado debe ser capaz de evaluar si las políticas preferidas por los candidatos tenderán a promover o dificultar las soluciones que prefiere el votante (…). Supongamos que sé que los candidatos Smith y Colbert quieren mejorar la economía, pero Smith aboga por el libre comercio y Colbert por el proteccionismo. No puedo elegir entre ellos de una manera razonable a menos que sepa qué es más probable que mejore la economía, si el libre comercio o el proteccionismo; para saberlo, necesito saber (algo de) economía”.


Para superar nuestros sesgos, se necesita esfuerzo y tiempo y la mayoría de los ciudadanos no hace el esfuerzo de ser racional en política porque la racionalidad no compensa. La democracia le da a cada uno la misma cuota básica de poder político (una persona = un voto). Pero se trata de una porción muy pequeña: en EEUU es la doscientos diez millonésima parte. Como la porción es tan pequeña, los ciudadanos tienen pocos incentivos para utilizar su poder de una manera responsable y racional. Todos y cada uno pueden decir: “nada depende de mi voto, de modo que...”.


Brennan recurre a la analogía del voto con la contaminación del aire: aunque los conductores provocan colectivamente la contaminación, ninguno a título individual supone una diferencia significativa. Lo que contaminamos entre todos cambia enormemente las cosas, pero lo que contamina cada persona no cambia las cosas de modo sustancial. “Así que una persona, como individuo, tiene pocos incentivos para dejar de contaminar –agrega JB–, la democracia es muy parecida”. Tenemos un problema de acción colectiva y el diseño institucional de nuestras democracias no suministra incentivos a los votantes para que dejen de ser ignorantes e irracionales. Así que si aceptamos regular las emisiones para controlar la contaminación del aire porque de lo contrario el resultado sería catastrófico, ¿no deberíamos regular las votaciones para controlar la contaminación del voto?, se pregunta Brennan. Si el argumento que defiende la regulación de la contaminación del aire es sólido, ¿por qué no regular también los votos? ¿Por qué el argumento del bien común justifica regular la contaminación del aire pero no justifica regular la contaminación del voto?


Algunos teóricos políticos y politólogos creen que la solución reside en conseguir que la gente delibere, participe de la conversación pública. Suponen que así los ciudadanos podrían superar su ignorancia e irracionalidad, educarse cívicamente en suma. Pero, nos advierte Brennan, dado que los que participan de la conversación son hooligans, con sus conductas tribales, las cosas, en lugar de mejorar, empeoran.


El problema es que a diferencia de otras decisiones, las decisiones (agregadas) del votante tienen consecuencias sobre el resto, es decir, todos nosotros. O sea, no nos es indiferente que estén desinformados, ignoren los principios más básicos de cómo funciona la economía, la política y la sociedad. En otras palabras, aunque yo sea un ciudadano ejemplar, informado y responsable, los demás pueden arruinar mi vida con sus elecciones. No es justo, dice Brennan.


Brennan defiende que hay que acotar el poder decisorio de los ignorantes e irresponsables porque pueden dañar la vida de todos. Una respuesta a este problema, dice, sería experimentar con una epistocracia, el poder de los que saben, un diseño institucional que estableciera alguna relación entre las competencias epistémicas del votante y el derecho al voto. La epistocracia puede ser compatible con la libertad republicana: “Consideremos una forma de epistocracia en la que el sufragio se circunscribe únicamente a los ciudadanos que son capaces de aprobar un examen básico de conocimiento político. Supongamos que el 95 por ciento superior de los ciudadanos aprueba el examen, pero el 5 por ciento inferior lo suspende. Este grupo superior de votantes, ¿dominará a los demás? Parece improbable. Una epistocracia podría conservar las demás ‘mejoras’ que defienden los republicanos —los foros deliberativos, los tribunales de apelación de los ciudadanos, los límites en los gastos de campaña, etcétera—. Si estos controles y contrapesos procedimentales impidieran que los funcionarios del gobierno o ciertos grupos de interés dominaran a los ciudadanos cuando se permite participar a todo el mundo, por qué deberían fallar de repente cuando no se permite votar a los ciudadanos más ignorantes o peor informados. La idea republicana es que uno disfruta de la libertad como no dominación cuando existen suficientes controles institucionales preparados para impedir que cualquiera te domine a voluntad. Pero no hay ninguna razón plausible para pensar que tu derecho individual a votar o participar es esencial para impedir la dominación”.


Nada de esto tiene que ver con la valía de las personas ni con el juicio moral sobre ellas. Con respecto a casi cualquier tema que pertenezca o no a la política, algunas personas tienen un juicio superior al de los demás. “Yo creo justificadamente que mi cuñado, que es cirujano, tiene un juicio médico superior al mío. Creo justificadamente que mi hermano, que es técnico de sistemas de información, tiene un juicio sobre ordenadores superior al mío, y que mi fontanero tiene un juicio superior a la hora de colocar tuberías (…). Y aunque sin duda me afecta en cierta medida el sesgo de confirmación e interés, quizá creo justificadamente que yo tengo un juicio político sobre muchos asuntos políticos que es superior si lo comparo con el de gran parte de mis conciudadanos. Si no creyera esto de mí mismo me sentiría un fraude cada vez que impartiera un curso de economía política. Obsérvese que esos juicios (que, en ciertos temas, una persona sabe más y tiene mejor juicio que otras) no tienen por qué llevar implícito el subsiguiente juicio de que algunas personas son mejores que otras. Creo, sin más, que mi fontanero es mejor en la fontanería que yo, pero no creo que sea mejor persona que yo”.


Brennan también aborda el argumento de que el voto universal es importante en sí mismo, al margen de que su resultado agregado sea nefasto o beneficioso. De acuerdo con ese punto de vista, la participación política sería fundamental para la autoestima y la autorrealización de las personas. JB no está de acuerdo en que renunciar al derecho a votar –aunque eso mejorara enormemente su bienestar–, sería “humillante”, “destructor de la autoestima” y expresaría que se está subordinado.


La democracia no es un poema ni un cuadro, dice Brennan. La democracia es un sistema político. Es en esencia un método para decidir cómo y cuándo, por ejemplo, una institución que reclama el monopolio de la violencia legítima ejercerá esa violencia. El gobierno y las estructuras políticas están hechos para ayudar a asegurar los beneficios de la cooperación, promover la justicia y garantizar la paz. No son, en primera instancia, instituciones que deban aumentar, mantener o regular nuestra autoestima. La desigual distribución del poder basada en la competencia parece elitista, pero no es inherentemente más elitista que la desigual distribución de las licencias para ejercer la fontanería o la medicina, argumenta.


A estas alturas hemos visto que muchos de los principales argumentos para sostener que la participación política y los derechos políticos son inherentemente buenos para las personas, en tanto que individuos, no son válidos. Además, hemos visto que la mayoría de los principales argumentos procedimentalistas en favor de la democracia tampoco prosperan. No parece que tengamos razones procedimentalistas para preferir la democracia a la epistocracia. Si es así, entonces la elección entre las dos es meramente instrumental”. El punto flojo, se me ocurre, de esta afirmación es: ¿y si llegamos a la conclusión de que es posible que una dictadura tome decisiones más competentes que una epistocracia?


Supongo que a estas alturas hay varios con ganas de ahorcar a Brennan por elitista o ínfulas de aristócrata. ¿Pero qué les parece la siguiente línea de argumentación?: “¿Por qué no dejamos que los niños voten? ¿Por qué no permitir que un alumno de primero, de quinto grado, o al menos un estudiante de primero de bachillerato vote? Parece que existen tres razones básicas a las que apelan casi todas las legislaciones del mundo: - pertenencia: los niños todavía no son miembros de pleno derecho de la comunidad política, por lo que no merecen votar. - dependencia: los niños votarían lo que sus padres les dijeran que voten, de modo que darles derecho a votar sería como darles a sus padres un voto extra. - incompetencia: los niños no saben lo suficiente para votar adecuadamente. La mayor parte de la gente considera que estas tres razones son suficientes para justificar una restricción del sufragio. Es decir, que aunque dos de las tres razones resultaran ser falsas, la mayoría de las personas pensaría que una sola seguiría siendo suficiente para impedir que los niños voten”.


Lo que nos dice Brennan es que ya contamos con medidas que restringen el voto por incompetencia del votante. El fundamento para impedir el voto de los menores es el mismo que para negárselo a un ciudadano irresponsable o ignorante de las cuestiones políticas más básicas. “Pensemos en la tercera demanda, dice Brennan. Hay un sencillo argumento contrario a permitir que los estudiantes de instituto (o los aún más jóvenes) voten: su voto nos afecta a todos (…). Si la ignorancia es una razón suficiente para excluir a los jóvenes del voto, debería ser una razón suficiente para excluir a grandes sectores de votantes”.


Por desgracia, una explicación plausible de por qué las democracias funcionan mejor de lo que podríamos esperar es que no complacen a los votantes tanto como le gustaría a la mayoría de los demócratas; la política democrática permite que los políticos, los burócratas y otros actores hagan cosas a las que la mayoría de los votantes se opone. Las instituciones contramayoritarias (tribunales constitucionales, bancos centrales, etc.) son las encargadas de esa labor. Los que minimizan el potencial daño que pueden provocar los votantes incompetentes apelan a este tipo de observación: en cualquier caso, para bien o para mal en las democracias representativas la voluntad de la mayoría suele estar muy pero que muy matizada. 


Por eso Brennan les pregunta si el voto universal decide o no decide, esto es si importa o no importa. Si no importa, quiere decir que ya tenemos a su manera una epistocracia (informal, pero epistocracia al fin). Ahora bien, si, como piensa el autor, “la mayoría de las grandes elecciones siguen siendo trascendentes, aunque no tan trascendentes como un niño de once años podría pensar”, la competencia del votante sigue siendo un gran tema, porque su voto nos afectará a todos. "Las elecciones de cargos públicos no deciden directamente las medidas políticas, pero cambian significativamente la probabilidad de que se implementen unas u otras políticas”, sostiene. Jorge Barreiro


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